“Lo personal es político” es el lema utilizado por los
movimientos feministas de los ’70 para hacer visible que en el ámbito personal
o privado, se reproducen las relaciones de poder (patriarcal en este caso) del
ámbito público o común, rompiendo así la ilusoria separación entre ambos
espacios que en realidad son uno solo. De este modo abrieron la posibilidad a
la problematización de estas relaciones y a la denuncia de las desigualdades
que de ellas se derivan.
Esta idea me parece básica para comprender que cada uno de
nosotros, como individuos en relación dentro de un contexto sociocultural,
estamos inmersos en una compleja estructura de relaciones de poder (de clase,
de etnia, de género, etc) que reproducimos sin darnos cuenta en nuestra vida
cotidiana: con familiares, amigos, pareja, compañeros de trabajo, desconocidos,
desconocidos “extranjeros”, redes sociales, etc. Incluso escribiendo este texto
estoy reproduciendo muchas de ellas al utilizar un determinado lenguaje y no
otro, al escribirlo todo en género masculino aunque me esté refiriendo a
cualquier género, etc.
Desvelar los mecanismos que actúan en las relaciones de
poder, principalmente si reproducen desigualdades, lo considero un asunto
capital para comprender que, en lo referido a conducta y pensamiento humanos,
no hay nada instintivo ni natural, es decir, que no pueda ser de otra manera,
sino que siempre obedece a cierta forma interesada de entender el mundo y lo
que en él acontece. De hecho, el que algunas conductas (como las de género) nos
parezcan naturales o instintivas, puede considerarse el mayor logro de la
ideología dominante, ya que es la mejor forma de asegurarse de que esas
relaciones perduren en el tiempo.
Conocer estos mecanismos nos permite identificar las
conductas a través de las cuales los reproducimos, valorar sus consecuencias y
decidir si queremos dejar de hacerlo o no. Proceso nada fácil, pero muy
satisfactorio por el terreno de libertad que se va conquistando.
Suelto este ladrillo introductorio para hablar de un tema
que me preocupa y que tiene que ver con el “simple” acto de cruzar la calle. Y
pongo simple entre comillas porque de simple no tiene nada, si acaso, sencillo.
Y es que cada vez que intentamos cruzar la calle se actualiza ni más ni menos
que la lucha por el uso del espacio público. La lucha del hombre contra la
máquina representada en el paso
de cebra, espacio de
intersección compartido entre los vehículos a motor y los peatones. Espacio que
legalmente pertenece a la persona que se desplaza a pie pero que en la práctica
domina la máquina.
Aunque no se puede echar la culpa de esta diferencia entre
legalidad y práctica sólo a los vehículos, ya que ellos se lo permiten porque
nosotros, como peatones, les hemos ido dando la autoridad para hacerlo. En el
acto de situarnos al borde de la acera y detenernos de forma pasiva, esperando
a que aparezca un hueco para poder pasar corriendo o a que un conductor nos dé
“permiso” para hacerlo, estamos pisoteando, como peatones, un derecho que nos
pertenece.
De este modo vamos empoderando al conductor que, poco a
poco, deja de contemplar la posibilidad de parar cuando ve a alguien con
intención de cruzar, hasta que llega a percibir como algo natural que los
peatones tengan que esperar a que él pase.
Cada vez que me desplazo caminando, me sorprende comprobar
la cantidad de personas que tienen esa actitud pasiva que cede la autoridad y
da la razón al fuerte. Para qué va a parar el coche si el peatón no tiene
intención de cruzar, eso sería de tontos. Estos peatones pasivos confunden lo
“normal” (que no es otra cosa que lo “habitual”) con lo “natural”, que es lo
que no puede ser de otra manera. Han interiorizado que si alguien más fuerte
quiere pasar por encima de su justo derecho, lo natural es que lo haga, y se
justifican pensando que si no fuera así no lo haría tanta gente.
Por eso hay que comenzar a recuperar los espacios que nos
pertenecen y cambiar las actitudes con las que damos permiso para que ejerzan
poder sobre nosotros. Debemos plantarnos al borde de la acera, mirar con
seriedad a los ojos del conductor del primer vehículo que se aproxime -que no
tenga dudas de que nuestra intención es pasar y que lo vamos a hacer en ese
momento-, poner un pie en el paso de cebra y comprobar cómo, en casi la
totalidad de los casos, el vehículo se detiene para que podamos cruzar.
En los casos en que esto no ocurra intentaremos castigarle
mediante una pequeña humillación pública gritándole “¡Esto es un paso de
peatones!”, pudiendo añadir algún insulto al gusto, eso sí, que no discrimine
por razón de género, etnia, etc. Esto puede parecer poco útil, porque
finalmente hemos tenido que esperar a que el vehículo pase para poder cruzar,
pero nuestra acción habrá sido coherente con lo que pensamos, y nos sentiremos
satisfechos por ello.
Este proceso viene a complicarse con el hecho de que, el
que es peatón en un momento dado, pueda ser conductor de un vehículo a motor en
otro. Y que cuando está esperando a cruzar un paso de cebra, empatice con el
conductor del vehículo que va a pasar y le permita hacerlo antes que él.
Por eso, y con objeto de que esta reivindicación sirva para
algo y pueda generar un cambio real, del mismo modo que intentaremos castigar
al conductor del vehículo que no nos ha dejado pasar llamándole la atención
públicamente, también podemos recompensar al conductor que sí haya parado (por
ejemplo con una sonrisa o una mirada de agradecimiento). Y no hay que hacerlo
porque tengamos que darle las gracias por nada, ya que ha hecho algo que es su
obligación, pero sabemos que si queremos que una conducta se repita, es más
probable que lo haga si es recompensada de alguna manera, y una sonrisa o
saludo agradecido puede tener este efecto hasta que unos y otros nos hayamos
reeducado y las prácticas consideradas normales coincidan con las prácticas que
consideramos justas.
Fotografía: David Rodríguez
Texto: Miguel Ángel Agulló
No hay comentarios:
Publicar un comentario