Cuando era pequeño, jugando en el campo con mi perro, me di cuenta de que si me quedaba quieto sin hacer nada sus ojos se dirigían con especial atención a determinadas partes de mi cuerpo: la boca, los ojos y las manos.
Me sorprendió que no mirara a ninguna otra parte o que lo hiciera de forma insignificante en comparación con el interés que mostraba por estas zonas concretas.
Mientras estaba frente a mí moviendo el rabo, iba cambiando la mirada de una parte a otra; de los ojos pasaba a las manos, de ahí a la boca y a los ojos de nuevo, luego volvía a la boca otra vez y de nuevo a las manos y a los ojos...
Al poco tiempo me di cuenta de que miraba esas partes porque eran sus fuentes de caricias: con los ojos recibía atención cuando lo miraba, con la boca lo llamaba para darle la comida, jugar con él o decirle cosas agradables y con las manos le daba el alimento y lo acariciaba.
La verdad es que tenía mucho sentido todo esto; el resto de partes del cuerpo no existían para él; no le ofrecían nada de provecho y seguramente su función no sería otra que la de mantener en sus posiciones las partes importantes que realmente configuraban a su amo.
A los pocos días se escapó del campo y cruzó la carretera sabiendo que no debía hacerlo. Cuando regresó se situó frente a mí con el rabo entre las piernas. En esta ocasión también miraba atentamente mis ojos, mi boca y mis manos.
No acababa de explicarme por qué en ese momento seguía mirando a estas partes si yo no estaba pensando precisamente en acariciarle.
Entonces entendí que las partes a las que miraba con tanta atención también eran fuente de castigo: con los ojos podía mirarle con desprecio o negarle la mirada; con la boca podía gritarle o mandarle a su caseta; con las manos podía azotarle, retirarle la comida o esconder su juguete.
Comprendí el poder que me ofrecía su actitud sumisa. Realmente estaba en mi mano acariciarle o castigarle según le quisiera ver moviendo el rabo o atemorizado.
También me di cuenta de que, independientemente del motivo que le provocara un estado u otro, lo que nunca iba a hacer por sí mismo es abandonarme, ya que aunque lo deseable es recibir caricias positivas, siempre va a ser preferible recibir caricias negativas (castigos) a no recibir caricia alguna.
Al fin y al cabo, cuando recibimos caricias negativas nos están prestando atención, y si nos prestan atención sentimos que, de algún modo, existimos para ese otro deseado.
Y eso nos sirve.
Fotografía: David Rodríguez
Texto: Miguel Ángel Agulló
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